Dicen que, al nacer,
cada niño recibe un guardián. Ellos velarán por su seguridad hasta que
el niño sea capaz de cuidarse por sí mismo. Serán invisibles, pasarán
desapercibidos y, si son responsables, su protegido tendrá una infancia
feliz y tranquila.
A estos guardianes —que no son más que espíritus antiguos, creados por la magia de un Dios caprichoso— se les llama, comúnmente: Elfos de luz.
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Fue una fría noche de
diciembre cuando vio la terminación de sus trabajos. Finalmente, después
de dieciocho años, su protegido había levantado los ojos hacia el
camino de la adultez, dejando atrás su época de infante para ser un
hombre hecho y derecho. Ya no necesitaría de los servicios de su
protector, que no hacía más que emborracharse de él noche tras noche
mientras velaba por su bienestar.
Kaminari Denki,
entonces, se permite llenar sus pulmones con una profunda bocanada de
aire para no llorar; su pecho se contrae mientras aprieta sus manos en
su báculo de pino y muérdago —que tiene forma de bastón de caramelo, pero con dos metros de largo—, con tal de no estirar sus dedos hacia aquel rostro durmiente.
La expresión de su
protegido es apacible y descuidada: los cabellos azabaches caen sobre
sus párpados, enredándose con unas pestañas gruesas, y acaricia sus
mejillas. La boca abierta, como una invitación, con un hilo de saliva
que moja sus labios y cae en forma de gotas sobre su almohada.
Denki se muerde sus propios labios, y siente un hundimiento en el estómago cuando ve que es la hora de partir.
Ha vivido junto a ese
niño por más tiempo del que debería. Los de su especie suelen abandonar a
sus humanos cuando estos dejan de ser indefensos; pero Denki se obligó a
permanecer a su lado hasta que el tiempo ya no le permitió un segundo
más.
Ni siquiera pretende
darle una última mirada a la habitación de doce tatamis que, más que su
lugar de trabajo, fue su hogar. Los recuerdos con el pequeño llegan
dando bandazos, de forma cruel y tortuosa.
Fue un niño feliz gracias a él y, sin embargo, tiene que dejarlo ir.
Golpear el suelo con su
báculo para abrir el vórtice que lo llevaría a casa, fue lo más duro que
tuvo que hacer en mucho tiempo. Casi siente que se le hunde el
estómago; y detrás del durmiente frunce el ceño, renovando su
determinación para dar un paso hacia el agujero de luz.
Entonces cierra sus
ojos. Está preparado para volver y esperar cien años en un profundo
sueño hasta que un nuevo protegido lo reclame con su primer llanto; sin
embargo, algo interviene con su retorno…, y Denki grita.
Cuando trata de
atravesar el portal, un bandazo de electricidad le golpea, justo en el
rostro. El portal le escupe como una alimaña y lo estampa contra la
pared en el otro extremo de la habitación.
—¡Argh! —suelta un
quejido mientras se levanta del suelo, sintiendo que sus huesos crujen
en el proceso. Su espalda recibió todo el impacto y duele horrores.
Denki se queja, arrepintiéndose al instante —por ser tan ruidoso—: su protegido da un par de vueltas en la cama, pero lejos de despertar, deja un brazo sobre sus párpados y sigue durmiendo.
Gracias a dios que el idiota tiene el sueño pesado. Piensa.
¿Pero qué demonios acaba de pasar? Denki acaricia esa parte de su cabeza donde tiene punzadas —por el golpe de recién— y trata de comprender lo que acaba de pasar.
¿El vórtice le expulsó? ¿Por qué?
—Es tan extraño —dice mientras observa su báculo, examina
la madera sacada del viejo pino mágico de su aldea, acaricia las hojas
de muérdago, y el poder toca sus dedos en forma de chispas eléctricas.
Su bastón no está roto.
Esto lo confunde aún más. Si el catalizador de su magia funciona de maravilla, entonces, ¿su magia es la que está mal?
No, eso es absurdo. Él
siempre ha sido un Elfo poderoso, con un excelente control sobre su
hechicería. Siempre fue sobresaliente en los entrenamientos, y fue
mentor en dos ocasiones de sus primos: los Elfos del Bosque. Es
imposible que algo esté mal con sus poderes.
No obstante —para convencerse—
Denki levanta su mano y trata de proyectar una imagen directamente
desde su cabeza, controlando la luz que despide con naturalidad de su
piel. Esto no es difícil, es lo primero que les enseñan desde pequeños,
cuando por primera vez manifiestan sus poderes.
—Hasta un Elfo de cinco
años puede hacer esto. —Aun así, Denki entra en pánico cuando la luz que
desprende sus dedos, se evapora en el aire.
¡Maldición! ¿Por qué no logra manipular la luminiscencia? ¿Por qué su piel está perdiendo su brillo?
¡Eso es absurdo!
Un Elfo sin magia no
puede sobrevivir; tampoco ha conocido a nadie que le pase semejante
cosa. Es algo inaudito y descabellado; sin embargo sus poderes se le
escapan de las manos como granos de arena.
La revelación le cae
como un balde de agua helada. Por más que intenta usar su magia, no lo
logra. Las chispas eléctricas que suele desprender de sus dedos, se
apagan casi a la misma velocidad que el halo de luz amarillenta que sale
de su cuerpo. Además, el color de su piel se ha vuelto mortecino,
paliducho, casi cetrino. En pocos segundos pierde toda su fuerza.
La ira, la
desesperación, la angustia, la confusión…, todo eso le corta el aire a
Denki y cae al suelo, de rodillas. No puede pensar, o siquiera respirar.
El pánico se asienta en su estómago como una piedra gigantesca.
Deja el báculo en el
suelo, y se abraza a sí mismo. De pronto siente un frío casi mortal, y
se hace una bola con tal de darse un poco de calor.
¿Qué coño le está pasando?
Denki está a punto de
gritar de pura frustración; entonces, como una especie de amparo, siente
una cálida sensación que lo envuelve desde la espalda y cubre su cabeza
—al parecer una manta—. Una fuerza extraña
le aprisiona desde los flancos. Denki trata de zafarse, pero la presión
se intensifica y, gracias a la manta, no puede ver qué sucede. El miedo
le hace sacudirse descontroladamente, sin embargo no logra escapar.
—¡Hey, ¿estás bien?!
Las sacudidas de Denki se detienen de inmediato. La presión —que al parecer era el fuerte agarre de unos brazos—, pierde fuerza y la respiración del Elfo se atasca en su garganta cuando escucha esa pregunta en decibeles bajos, y roncos.
No cabe duda, es la voz de su protegido.
La manta es retirada de
su cabeza y, ante sus ojos, aparece un rostro preocupado: tiene el
cabello oscuro muy enmarañado, con las hebras apuntando en todas
direcciones, acariciando su frente y rozando sus párpados. Su boca está
apretada en una mueca de inquietud, con un colmillo escapando fuera por
la inclinación graciosa de sus labios.
Denki lo mira. Sus ojos,
desenfocados, han perdido varios tonos y el nudo que atenaza su
garganta le dificulta el habla. La palidez en su rostro solo se
intensifica cuando Eijirô le dirige una mirada, que barre sobre su
expresión y trata de leerlo. Pero Denki no quiere ser leído; está
demasiado asustado y confuso como para inventar una excusa creíble; así
que usa sus brazos como una barrera entre él y el humano, deseando que
se aleje y le dé un poco de espacio.
—¿Estás bien? —insiste, y Denki descubre que hay un ascua intensa que ilumina los curiosos irises granate.
Kirishima Eijirô, a
quien ha tenido que cuidar desde el día que nació, le abraza como si él
se fuese a romper en cualquier momento.
Aturdido, Denki asiente, porque no encuentra palabras para responderle. Sencillamente, se ha quedado en blanco.
—No sé por qué estabas
temblando en el suelo de mi habitación, pero no pareces un ladrón —dice,
sintiendo que el Elfo se remueve entre sus brazos y Kirishima alza sus
manos—. Oye, no te asustes, no pienso hacerte nada. ¿Te perdiste?
Denki sacude su cabeza, en respuesta.
—¿Entonces estás aquí… por mí? —parpadea, demostrando cuán confundido se siente—. ¿Quién eres?
¿Por qué, en el infierno, Eijirô le habla con tanta familiaridad?
Todo eso le parece tan absurdo al pobre Elfo.
¿Debería responder?
No, esa es una muy mala
idea. No debe revelar su identidad, su objetivo, o de donde proviene. En
realidad, Eijirô ni siquiera debería ser capaz de verlo. Debería ser
invisible para él.
¿Será producto de la repentina pérdida de sus poderes? ¿Realmente le está pasando esto?
Denki clava su mirada en el suelo. Tantas dudas le están cobrando factura, y su cabeza ha comenzado a palpitar.
Pese a esto, Eijirô no se pierde ninguno de sus movimientos.
Aquel chico es la cosa más curiosa —y bella—
que jamás ha visto: su piel tiene un color crema exquisito, pálida,
pero con una apariencia suave y sedosa; el cabello es como hilos de oro
que caen en picada por su cuello, sienes, y parte de su rostro; con una
imperfección azabache que asemeja un rayo. Sus orejas son puntiagudas,
casi afiladas, pero de un modo atractivo. Y sus ojos, aunque gachos y
opacados por una inesperada tristeza, emiten un resplandor áureo que a
Eijirô le recuerdan esos bichos luminosos que revolotean por las noches
cerca de su ventana.
El desconocido es tan hermoso como enigmático, y no sabe cómo sentirse al respecto.
Debería llamar a la
policía. Después de todo es un intruso; tal vez alguien peligroso,
aunque se ve tan delgado, que de seguro no podría soportar un golpe suyo.
Se sopesa la idea de sacarle una explicación, cuando de repente el chico de puntiagudas orejas comienza a murmurar:
—No debería ser así...
—¿Qué?
—Esto está mal. Tú no
deberías ser capaz de verme. Yo no debería dejar de resplandecer. El
vórtice no debió expulsarme. He terminado mi labor. He sido un buen
guardián. Mi protegido es un adulto. Ya no me necesita. ¿Por qué sigo
aquí?
—Oye, calma. No entiendo nada de lo que dices.
Denki se voltea hacia él, lo mira directamente a los ojos, y pregunta—: ¿Realmente puedes verme?
—Por supuesto.
—Maldición.
—¿Seguro que estás bien?
—No —responde, dejando
caer su apariencia de ángel caído para sacar a flote un grito de
frustración. La angustia es sustituida por la furia. Denki,
sencillamente, no puede creer que le esté pasando algo como eso. Se
aparta bruscamente para ponerse en pie y entonces exclama—: ¡Esto está
mal! ¡Tiene que ser una puta broma! ¡Me matarán si descubren que mi
humano puede verme! —señala a Eijirô con un dedo—. ¡Tú, no me veas! ¡No
estoy aquí!
—Vale —extrañado, también se levanta, convencido de que su inesperado inquilino está un poco chiflado.
—¡No es eso! Con un demonio, quiero decir… Siempre he estado aquí, y nunca me has visto. ¿Por qué ahora, de todos los momentos?
Denki se agacha para
recoger su báculo y sacudirlo, con la esperanza de que sus poderes se
reactiven; y Eijirô siente que una explosión de calor se desprende de su
rostro.
¿Acaso acaba de admitir que es un acosador? ¿Qué siempre ha estado ahí? ¡¿Lo ha visto en sus momentos íntimos?!
—Sé lo que estás
pensando —interviene Denki, su ceño frunciéndose por la aglomeración de
emociones—. Sí, te he visto todo el maldito tiempo. Sé cuántas putas
veces te masturbas por semana. Pero ese no es el problema aquí.
—De acuerdo, creo que llamaré al 119 —resuelve, corriendo hacia la mesita junto a su cama, donde tiene su celular.
—Haz lo que quieras
—resopla, girando sus ojos al cielo—. Da igual si decides aventarme por
la ventana, a estas alturas no me sirve de nada permanecer en este mundo
—aprieta sus dientes, dejándose llevar por su autorreproche. Después de
todo, un Elfo sin magia es inútil e innecesario—. Mejor, te ahorro el
trabajo —dice mientras camina hacia el ventanal de vidrio y abre las
puertecillas de par en par, con la disposición de pararse en el alfeizar
para lanzarse al vacío.
Dramático, muy dramático.
Piensa Eijirô, pero cuando ve que el chico realmente piensa lanzarse,
grita—: ¡¿Te has vuelto loco?! ¡No te suicides desde la habitación de
alguien más!
Kaminari lo mira, horrorizado. —¿Eso es lo que te preocupa?
—Y… está mal que te suicides, eso también —agrega, con una sonrisa un poco fuera de lugar.
El Elfo no pudo resistir las ganas de golpear su frente con la palma de su mano. —Definitivamente no tienes remedio, Eijirô.
Un poco impresionado por esto, pregunta—: ¿Cómo sabes mi nombre?
—Me abstendré de responder.
—¿Qué?
—No pienso explicártelo, me meteré en problemas.
—¿Entonces dime cómo llegaste aquí?
—Por la ventana.
—¡No mientas, enano! ¡Este es un edificio para estudiantes y estamos en el piso 21!
—¿Y? —Denki alza una ceja, componiendo una expresión de fastidio—. Puedo volar, ¿sabes? —solo le faltó hacer un duh.
—¿Volar? —Una nueva revelación llega a la mente de Kirishima—. ¿Eres un hada?
—¡Ugh! ¡No! —toda su expresión se distorsiona de solo pensarlo—. ¡Dios,
no tienes idea de lo fastidiosas que son esas brujas! Soy un Elfo
—aclara, con orgullo, y entonces se da una patada en el interior de su
mente por dejarse provocar. Joder, se supone que no debe revelar su
procedencia.
¡Por Santa, tampoco es su culpa! Eijirô lo saca de su propia cabeza.
—Vaya —el humano sonríe, de un modo que ilumina todo el lugar— eso explica las orejas. Son atractivas.
Denki sufre de un
poderoso sonrojo, y no puede evitar el tocar sus orejas, sintiéndolas
calientes en el tacto de sus dedos. Nadie le había halagado de esa forma
tan… directa, nunca. Siente un apretón en el pecho y sus dedos se
engarrotan nuevamente en torno al bastón que le acompaña.
—Idiota, ¿no crees que
eres demasiado crédulo? —masculla, con la voz ligeramente rasgada—. Pude
haberte dicho que era un reno de Santa, e igual te lo habrías creído.
—Nah, eres
demasiado adorable como para mentirme —responde y amplía su sonrisa de
dientes puntiagudos, de un modo que Kaminari no puede soportar.
Denki resiste las ganas
de volver a golpear su frente. De hecho, prefiere lanzarse por la
ventana que tener que soportar los ataques directos del gran idiota de
su protegido.
—Primero: no soy
adorable. No vuelvas a decir algo como eso. Segundo: no tiene nada que
ver. Soy capaz de mentir si me lo propongo. Solo un idiota sería tan
ingenuo como para no sospechar de un desconocido.
—Auch —se queja el humano, pero en son de burla y esto le saca un rechinido de dientes al Elfo.
—Trata de ser serio por una vez, Eijirô.
—Hablas como si me conocieras de toda la vida.
—Lo hago —dice, incitado
por un impulso y al instante se arrepiente, otra vez—. Hagamos como que
esto nunca pasó —agrega, con la vergüenza obligándole a bajar la
mirada, y acomoda sus cosas para marcharse—. Piensa que esto es un
sueño, mañana lo habrás olvidado todo.
—¿Qué? No jodas, ¿piensas irte sin explicarme nada? Al menos dime por qué estabas en mi habitación.
—He cuidado de ti toda
una vida y hasta que pueda volver a casa, te seguiré protegiendo, solo
diré eso —explica, ignorando el rostro confundido con una sonrisa suave
y, pese a los reclamos de Eijirô, suelta con tranquilidad un—: Hasta
pronto.
Tras la despedida, su cuerpo se desvanece como el humo, dejando una estela amarillenta que deja a Eijirô con la boca abierta.
¿Qué demonios acaba de ver? ¿El hermoso Elfo solo desapareció?
—¡Oye, Elfo! ¡Al menos me hubieras dicho tu nombre!
Sus gritos rebotan
contra las paredes de su habitación, volviendo a sus oídos para
demostrarle que se ha quedado solo. O eso es lo que cree, hasta que
escucha un delicioso murmullo que le acaricia los sentidos, y le eriza
los vellos del cuerpo.
«Soy Kaminari Denki, tu guardián.»
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